jueves, 2 de enero de 2020

CUENTO DE NAVIDAD

Cuando era niño, como todos los niños, soñaba con la llegada de los Reyes Magos. En aquella época Papá Noel era un desconocido para todos nosotros. El imperio de los Reyes Magos era indiscutible. Por ello, la Navidad, además de un tiempo de reunión familiar curtía la capacidad de espera de todos los infantes, porque mira que había que tener paciencia para esperar a que llegara el día 6 de enero. Y después, a no ser que el día 6 coincidiera con viernes o sábado, al colegio, sin paliativos.
Mi padre, que era parco en palabras y poco tendente a mostrar emociones, nos quería a mí y a mis hermanos con auténtica locura. Sé que esto es difícil de explicar porque acabo de decir que era poco expresivo. Pero mi padre se expresaba con acciones, con gestos, más que con palabras.
Por entonces vivíamos en una zona residencial muy cercana a la playa, y próxima al puerto. Cuando íbamos a la ciudad o volvíamos de ella, recorríamos un camino que bordeaba el litoral, y desde el coche, observábamos los barcos a lo lejos. En la época de Navidad, y cuando coincidía que hacíamos estos desplazamientos, mi padre nos contaba a todos los hermanos, que uno de aquellos barcos, el más grande, el más luminoso, estaba habitado por los Reyes Magos. En su interior, y hasta el día señalado, se encontraban preparando los regalos, nuestros regalos. Recuerdo la cara de mi padre iluminada, lanzando miradas cómplices a mi madre, la sempiterna copiloto, por la inmensa ilusión que brotaba de mis hermanos y yo. Le preguntábamos detalles sobre la vida en el barco y se las inventaba al vuelo. Lo mas cerca que estuvo mi padre de un barco fue una lancha Zodiac. Cuando pasábamos y traspasábamos por la carreta de la playa a lo largo de diferentes días, y observábamos preocupados que el barco permanecía allí sin moverse, nos explicaba que los reyes necesitaban tiempo. Que no padeciéramos porque llegarían a tiempo para dejarnos los regalos. Mi padre ya no está entre nosotros.
Y aquí continúo como cada año el cinco de enero. Solo, al anochecer, conduzco hasta la playa. Aparco el coche en el paseo marítimo y, sin salir de él, miro al horizonte indagando las luces de los barcos. Busco el más grande. El más luminoso. E imagino que mi padre está a mi lado.

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